Cuando a uno le mencionan Nepal, es imposible no pensar inmediatamente en los Himalayas, las montañas más altas de nuestro planeta que descansan entre las fronteras de China, India, Pakistán y el mismo Nepal, entre otros. Y es presisamente ahí donde me dirigiría.

Mi corazón latía rápido y el sentido de aventura apremiaba cuando mi vuelo internacional aterrizó en Katmandú, la capital de Nepal. Los trámites de inmigración, visas y estampas en el pasaporte demoraron bastante más que lo usual.

©Diego Kaulen
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A mi alrededor la oferta cultural de la capital era infinita: templos budistas e hinduistas, restaurantes locales, transporte de todo tipo conviviendo en una misma calle, mercados de ropa de montaña imitada, museos de mandalas, e innumerables otras experiencias que en cualquier otra situación habría apreciado mucho. Pero en este caso, por el contrario, quería salir de esta ciudad lo antes posible para volar a Lukla, puerta de entrada al distrito de Solukhumbu, donde me encontraría con la cordillera más alta de la Tierra.

Llegar ahí no sería fácil, como pude evidenciar. Pasaron tres días en los que quedé atrapado en Katmandú. Al aeropuerto más peligroso del mundo no se puede volar si las condiciones climáticas no son óptimas. El pronóstico del tiempo tampoco se veía bueno, por lo que opté por subirme a un jeep local, que tomaría diez horas (en vez de los 30 minutos que demora el avión) para llegar a Phaplu, aldea que quedaba a dos días a pie de Lukla. Se alargaba un poco la travesía, pero por lo menos ya no había que esperar en ese aeropuerto infernal.

©Diego Kaulen
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Por fin comencé el trekking. Los primeros dos días transcurrieron por valles ganando y perdiendo altura, con mucha vegetación, sin muchos turistas –la mayoría quedó esperando el avión–, y en un ambiente relajado. En mi tercer día, la ruta empalmó con aquella que venía del aeropuerto de Lukla y, coincidentemente, fue el primer día en una semana en el que el mal tiempo amainó. Por fin los aviones pudieron aterrizar, trayendo consigo grandes masas de turistas. El camino ya se ponía más ancho, la cantidad de gente aumentaba y las opciones para comer y alojarse iban multiplicándose también. La tarde del tercer día culminó en Namche (3.440msnm), el asentamiento humano más grande de la región de Solukhumbu.

©Diego Kaulen
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Namche es un pueblo mucho más grande de lo que imaginaba antes de llegar. Puedes encontrar tiendas de ropa de montaña, muchos hoteles y hostales, restaurantes y panaderías; incluso había un bar irlandés. A pesar de que olía a civilización, aún quedaba esa sensación de haber retrocedido algunos siglos en la historia: en las calles sólo transitaban peatones y animales, no había alumbrado público y muchas otras comodidades del siglo XXI no se podían ver por ninguna parte.

©Diego Kaulen
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Después de un día de aclimatación y descanso, dejé Namche para adentrarme en las alturas. La vegetación comenzó a decrecer a partir de los 4.000msnm; los verdes valles fueron dando paso a laderas y formaciones geológicas imposibles. La vista se perdía entre glaciares, y las montañas y paredes que sólo había visto en documentales y películas, comenzaban a aparecer. La montaña más estética del mundo según muchos, el Ama Dablam (6.812msnm), fue telón de fondo por tres días, mostrándonos sus mejores perfiles de día y de noche.

©Diego Kaulen
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Al día siguiente, decidí desviarme de la ruta principal para subir a un pequeño pico llamado Chukkung Ri (5.546msnm), con el objetivo de conseguir la aclimatación necesaria para los días que venían más adelante. Desde arriba ya pude divisar dos ochomiles: el Lhotse (8.516msnm) y el Makalu (8.481msnm). Es difícil describir lo que sentí al tener la oportunidad de estar ahí y contemplar estas dos cumbres y los glaciares que las rodeaban, y de alguna manera imaginar las escaladas que se lograron años atrás. Frente a mí la pared sur del Lhotse, se veía hostil y prístina.

Lhotse Wall. ©Diego Kaulen
Lhotse Wall. ©Diego Kaulen
Makalu. ©Diego Kaulen
Makalu. ©Diego Kaulen

Después de volver a la aldea de Chukkung, era hora de preparar el siguiente día, dado que cruzaría el primero de los tres pasos: el paso Komgma La (5.535m). Este paso era el más complicado de los tres, ya que era el menos visitado por la gente (está fuera de las rutas comerciales más conocidas), y además era el más alto de los tres que contempla el circuito.

Cuando sonó el despertador, era hora de comenzar la travesía. Al abrir la ventana, me llevé una desagradable sorpresa: ¡Estaba nevando! La visibilidad no era muy buena, pero aun así me preparé para partir. Tomé una decisión: en caso que el camino se perdiera, o que la visibilidad bajara a niveles peligrosos, me devolvería e intentaría cruzar el paso al día siguiente. Por fortuna, nada de esto sucedió, y después de un trabajado día logré llegar al otro lado del cordón montañoso.

Kongma La nevado. ©Diego Kaulen
Kongma La nevado. ©Diego Kaulen

A partir de aquí, el panorama cambió un poco. Los próximos días transcurrieron, en su mayoría, sobre los 5.000msnm, por lo que la falta de aire, y el resto de los síntomas del mal de altura comenzaron a sentirse más agudamente. Después de una noche de descanso, me dirigí hacia el norte en dirección a Gorak Shep (5.164msnm), el establecimiento humano permanente más alto de la zona, que se encuentra a los pies del imponente monte Nuptse (7.861msnm). Desde aquí, hicimos paseos de ida y de vuelta al campamento base del Everest (EBC, 5.380msnm) y a la cumbre del promontorio Kala Pattar (5.643msnm). Si bien el primero tiene una importancia histórica (los primeros exploradores y ascensionistas del Monte Everest subieron por acá), las mejores vistas de este sector particular aparecieron en la cumbre de Kala Pattar.

Por primera vez pude apreciar, de manera ininterrumpida, el punto más alto de la Tierra: el monte Everest (8.848msnm). También se podían ver el Lhotse y el Nuptse envolviendo el “Western Cwm”, formación glaciológica que forma parte de la ruta de ascenso al Everest. El frío que me envolvía en ese instante hacía difícil imaginar que, en la cumbre del Everest –unos 2.200m más alto– ¡Habían probablemente 20 grados Celsius menos!

©Diego Kaulen
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Después de apreciar la inmensidad de las montañas que nos rodeaban, bajé de vuelta al poblado de Gorak Shep, para comenzar el acercamiento al segundo y más estético de los pasos: Cho La (5.420msnm). Con el pasar de las horas, el paisaje se fue tornando cada vez más increíble: ahora entre los valles aparecían lagunas y paredes impresionantes. Para completar el espectáculo, el Ama Dablam se empezaba a asomar a medida que subíamos la empinada pendiente hacia Cho La. El espectáculo que se observaba desde arriba era incomparable.

©Diego Kaulen
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La siguiente parada fue Gokyo, un pueblito un poco más grande que los anteriores que había visto. A orillas de un lago color turquesa, el pequeño asentamiento se alza a 4.750msnm entre más montañas y glaciares. Desde aquí, nos desviamos un poco del camino para subir a Gokyo Ri (5.357msnm), lugar desde donde tuvimos una vista panorámica mágica. Durante el amanecer vimos el Everest, el Lhotse y el Cho Oyu (8.201msnm), el quinto y último ochomil visible desde la travesía.

Gokyo Ri. ©Diego Kaulen
Gokyo Ri. ©Diego Kaulen

Finalmente, salí desde Gokyo para cruzar el tercer y último paso: Renjo La (5.360msnm). Las últimas vistas de los ochomiles comenzaban a alejarse, junto con las lagunas de agua turquesa. Quedaron atrás los más de 200 kilómetros recorridos en dos semanas, un desnivel acumulado de casi 10.000 metros y una dieta que se basó casi estrictamente en arroz, verduras y lentejas. Buenas historias, amistades y experiencias quedan en la memoria, que me harán recordar esta gran travesía en los Himalayas.

Gokyo. ©Diego Kaulen
Gokyo. ©Diego Kaulen
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