©Soychile
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Pocas semanas atrás se publicó otro reporte de una mortalidad masiva de cetáceos en el sur de Chile: alrededor de cien calderones vararon en la Isla Clemente, en el Archipiélago de Las Guaitecas (región de Aysén).

Los archipiélagos de Aysén son un verdadero paraíso marino en nuestra querida Patagonia, y es donde llevo casi diez años investigando la ecología y acústica de las ballenas azules que migran todos los años desde el trópico para alimentarse durante los meses de verano. Las causas de los múltiples varamientos que se han producido desde el año pasado son un misterio. Muchos opinan, pero hasta la fecha no hay ninguna evidencia concluyente. Hace unos meses asistí a un taller de expertos para analizar el caso del varamiento de más de 300 ballenas sei (Balaenoptera borealis) en el Golfo de Penas en 2015. Un colega estadounidense me comentó que incluso con la mejor red de respuesta a varamientos en el mundo, en EE.UU. solo son capaces de resolver un 50% de los casos. Los resultados de las discusiones del taller fueron mayormente sin conclusión.

La orca (Orcinus orca) es la especie más grande de delfínido. ©Susannah Buchan
La orca (Orcinus orca) es la especie más grande de delfínido. ©Susannah Buchan

Los varamientos son eventos sumamente difíciles de estudiar adecuadamente y, en el caso particular de la extensa costa chilena, los desafíos logísticos y económicos hacen aún más difícil la tarea. Para aumentar la probabilidad de resolver estos casos, como en cualquier investigación forense, el tiempo es un componente fundamental. Se pierde información clave con cada hora que pasa. En Chile tenemos los expertos forenses, pero falta todavía una red de coordinación y respuesta frente a los varamientos, y sobretodo financiamiento para mover rápidamente la logística necesaria y el análisis de muestras. Actualmente, mis colegas terminan poniendo muchos fondos de su propio bolsillo para responder frente a estas crisis.

Ejemplares de delfín austral ©Susannah Buchan
Ejemplares de delfín austral ©Susannah Buchan

Por otra parte, la cobertura de monitoreo permanente a la fauna marina (no comercial) y a las condiciones ambientales y oceanográficas es extremadamente reducida o inexistente en muchas zonas del país. El ambiente marino es mucho más dinámico que el ambiente terrestre, la composición de la fauna en el mar puede cambiar completamente de una semana para otra. Al hacer el ejercicio de compararlo con el ambiente terrestre, sería como ver un bosque de robles un día, volver dos semanas después y encontrarse con un bosque de arrayanes. En el mar existe una tremenda variación ambiental natural a escala de semanas, meses, estaciones y años. Sin una línea de base ambiental no podemos hablar de perturbaciones ambientales, como El Niño, la marea roja o eventos de contaminación antropogénica.

Hasta que no logremos en Chile programas de monitoreo estatales, de mediano y largo plazo (de diez años como mínimo, tiempo mucho mayor que la duración de la mayoría de los fondos científicos) para realizar un seguimiento a la fauna y a los ambientes marinos, y así adquirir información de línea de base, estas crisis ambientales nos van a seguir “pillando” sin respuestas científicas concretas y sin herramientas para enfrentarlas.

Delfín austral en el sur de Chile. ©Susannah Buchan
Delfín austral en el sur de Chile. ©Susannah Buchan

Pero al hablar de la necesidad de destinar mayores fondos para la investigación en esta área podrían preguntarse: ¿Por qué dar tanta importancia a un solo grupo de animales como los cetáceos?. Hay motivos biológicos y ecológicos relacionados al importante papel que cumplen estos animales en los ecosistemas marinos. Como depredadores, mantienen el equilibrio de los ecosistemas, y reciclan y redistribuyan nutrientes en el ambiente marino. Son también indicadores de la salud de un ecosistema, indicando la alta disponibilidad de especies como el kril y peces pequeños, los que a su vez sustentan a toda la red trafica y/o son especies de interés comercial. Adicionalmente, las actividades turísticas de avistamiento de cetáceos puede ser un ingreso económico importante para comunidades costeras, sobre todo cuando se hace de forma responsable y sustentable. Pero más allá de lo biológico, lo ecológico y lo económico, creo importante destacar también los motivos culturales. Los cetáceos forman parte de nuestro patrimonio cultural y nuestro imaginario colectivo. Aparecen en nuestras tradiciones orales y escritas, en mitos y leyendas, en pinturas rupestres, en las artes visuales, en textos religiosos, en nuestra literatura y en el cine.

Tenemos una larga y compleja historia con los cetáceos. Primero fueron íconos culturales; luego, objeto de explotación que termina en la casi exterminación de éstos, dejándolos en un estado vulnerable o en peligro de extinción; y ahora se han vueltos especies bandera para la conservación, que nos movilizan a proteger los ambientes marinos donde viven.

Delfín austral. ©Susannah Buchan
Delfín austral. ©Susannah Buchan

Yo estoy convencida que los cetáceos son muy especiales. Y creo que a todos nos pasa algo cuando tenemos un encuentro con delfines o con ballenas. Me acuerdo de las palabras del conservacionista argentino Dr. Claudio Campagna durante un seminario al que asistí el año pasado, en donde nos invitó como científicos a conectarnos con los animales que estudiamos, sin tener miedo a que nos acusen de irracionalidad.

Los cetáceos son muy especiales porque, a medida que va avanzando la ciencia, nos damos cuenta que comparten muchas de las características que pensábamos que eran únicas de los seres humanos y así, nos obligan a reevaluar lo que nos define como tales. Al igual que los seres humanos, los cetáceos poseen una muy alta inteligencia y capacidad de resolver problemas, además de emplear herramientas, tener vínculos sociales y culturales muy desarrollados, así como emoción y conciencia. La examinación del cerebro de los cetáceos y de sus comportamientos demuestra una capacidad afectiva y emocional comparable y quizá hasta superior a la del ser humano, y un uso muy avanzado del lenguaje y del sonido. Los delfines, por ejemplo, se tienen nombres; las ballenas jorobadas producen cantos que cambian tan rápido como los hits del verano y las ballenas azules tienen dialectos regionales que diferencian a cada población.

Ballena azul. ©Susannah Buchan
Ballena azul. ©Susannah Buchan

Una gran parte de mi propia investigación se ha centrado en el descubrimiento y la descripción del dialecto chileno de la ballena azul. Y si, las ballenas “chilenas” cantan completamente distinto que las ballenas azules de Norteamérica, de la Antártica o del Océano Índico. Por otra parte, los delfines tienen un don que no tenemos: la capacidad de “ver” a través de un sonar natural que ocupan para navegar y cazar. El océano, por ser un medio más denso, trasmite mucho más fácilmente el sonido que el aire. Además, la luz penetra mucho menos, entonces, el uso del sonido, y no de la visión, es más conveniente para muchos animales marinos.

Los cetáceos viven en grupos sociales, muchas veces matriarcales, con vínculos muy fuertes que suelen ser de por vida. Demuestran cultura propia a nivel de grupo familiar, clan, población o subpoblación. Es decir, sus comportamientos, conocimientos, el uso de herramientas, dialectos y lenguajes se trasmiten entre pares, y no solo de madre en hijo. Hay algunos científicos que plantean que algunas especies tendrían incluso mitos y leyendas. Los cetáceos también tienen conciencia, son capaces de reconocerse en un espejo, que es un experimento básico para demostrar que un animal tiene conciencia de sí mismo y de su posición en el mundo.

Delfines nariz de botella ©Susannah Buchan
Delfines nariz de botella ©Susannah Buchan

Sin lugar a duda los delfines y ballenas son los animales más inteligentes del mar, y los segundos más inteligentes, después de los seres humanos, de nuestro planeta. Estamos frente a los cerebros y los corazones del mar. Algunos científicos argumentan incluso que los cetáceos que deberían tener un conjunto de derechos más allá de los derechos animales, es decir derechos de “personas no-humanas”.

Considerando toda la complejidad de estos animales, no me sorprende que cueste entender estos eventos misteriosos de varamientos masivos. Tal vez nunca sabremos lo que pasó con los calderones de la Isla Clemente o las ballenas Sei del Golfo de Penas. Pero esto no implica que no haya que hacer el intento, y trabajar para la conservación de este grupo tan especial y de sus ambientes. Hay que mejorar nuestra repuesta frente a los varamientos. Hay que asegurar programas de monitoreo de cetáceos, por ejemplo, mediante métodos acústicos y de sus hábitats. Hay que reducir el ruido en el océano para que se pueden comunicar. Hay que planificar y fiscalizar las rutas marítimas para evitar colisiones fatales (muchas veces esto solo implica desplazar algunas rutas unos diez kilómetros y tomar ciertas precauciones en la navegación). Hay que asegurar que los hábitats críticos estén libres de contaminantes químicos, basura marina y artes de pesca a la deriva. Y, por sobre todo, hay que enfrentar el tremendo problema de la sobrepesca que afecta las fuentes de alimentación de los cetáceos. Si no protegemos el alimento de las ballenas y delfines, no podremos conseguir la recuperación de estas especies tan emblemáticas, los cerebros y corazones del mar.

Efectivamente, el 70% de las pesquerías mundiales están sobreexplotadas o colapsadas; porcentaje cercano para las pesquerías en Chile. La mítica oceanógrafa Dra. Silvia Earle siempre nos recuerda que en la tierra los animales silvestres están protegidos, pero en el mar los estamos extrayendo a una tasa sin precedentes. Los peces sustentan a toda la fauna emblemática que queremos conservar: los lobos, las aves, las ballenas, los delfines. Como consumidores, tenemos que informarnos y tomar buenas decisiones sobre los productos marinos que consumimos (no consumir productos en veda o especies que están sobreexplotadas o colapsadas). El científico inglés y fundador de la teoría Gaia, Dr. James Lovelock, postula que nosotros somos los cerebros y corazones del impresionante ser vivo que es la tierra,  y entonces debemos tener la suficiente conciencia para cuidar a nuestras contrapartes del mar.


Susannah trabajando en el sur de Chile. ©Susannah Buchan
Susannah trabajando en el sur de Chile. ©Susannah Buchan

Susannah Buchan es inglesa, oceanógrafa y llegó a Chile en 2007 para estudiar las ballenas azules que habitan en las aguas del Golfo Corcovado, ubicado en el límite de la región de Los Lagos y la región de Aysén. Su intención inicial era quedarse seis meses en el país, sin embargo, luego de haberse enamorado de la Patagonia y sus ballenas, su estadía se extendió por más de nueve años. Susannah hizo su doctorado en ecología y acústica de ballenas azules en la Universidad de Concepción, donde trabaja actualmente como investigadora asociada del centro COPAS Sur-Austral en el Departamento de Oceanografía.

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