©Vicente Schulz
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El golpe de los dedos en el tambor es suave y monorrítmico, pero contagioso, casi hipnotizante. Le acompaña el rasgueo desentonado del laúd (guitarra árabe) y el tañer de los crótalos (castañuelas de metal). Los tres músicos entonan un sincronizado canto bereber al ritmo de las llamas de una fogata. Se trata de música pre-islámica sin data, pero que se estima tiene más de cuatro mil años de antigüedad.

Es de noche en pleno desierto del Sahara y la luna llena ilumina casi como el sol. Los miembros de la banda dejan de lado los instrumentos e incitan a los turistas presentes a subir una colina de duna de 120 metros, la más alta del lugar y a solo unos pasos del campamento de alfombras donde se ubican.

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El ascenso enmudece, las piernas se entierran en la arena y se hace difícil caminar. Teniendo en cuenta la verticalidad de la colina, quien se detiene, retrocede fácilmente los metros avanzados. Pero arriba todo cambia y el esfuerzo de casi una hora tiene su recompensa. Y ese es sólo el comienzo del viaje.

La ruta hacia las estrellas

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Para llegar al Sahara desde Marrakech (ciudad imperial del sur marroquí), se debe pasar por el Atlas, la subcordillera que va desde Túnez hasta Marruecos. A diferencia del invierno nevado, el viaje en verano significa lidiar con más de 50 ºC de calor a cuatro mil metros de altura. Sin embargo hay una garantía: la belleza de sus montañas es incalculable.

A medida que uno se adentra en este mar de macizos de tierra roja, se aprecian pequeños oasis donde los riachuelos discurren entre zonas rebosadas de coníferas, palmeras y terrazas de cultivo. Ahí, comunidades bereberes aprovechan las ventajas naturales para establecerse en pequeños poblados de adobe y arcilla.

En la ruta hacia el desierto, la región de Ouarzazate (o “La puerta del desierto”) concentra la mayor cantidad de atractivos turísticos. Se trata de un viaje de película a través de la historia que comienza con la Kasbah Ait Ben Haddou, el legado arquitectónico más importante de la cultura bereber. Las kasbahs son ciudadelas fortificadas, con torres de vigilancia y un alcázar (castillo árabe); son conjuntos arquitectónicos construidos de adobe, representativos del Atlas y que nacen de la tierra, elevándose sobre montañas y palmeras.

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Pese a que se estima que Ait Ben Haddou fue construida en el siglo XI, no hay certeza exacta. Lo cierto es que fue erigida como centro de control mercantil entre las ciudades más importantes de Marruecos y los países del Este. Con el tiempo fue despoblándose, desmoronándose como un castillo de arena hasta que la UNESCO la catalogó Patrimonio de la Humanidad en 1987. El aporte que esto le significó, sumado a los requerimientos de la industria cinematográfica para filmar ahí importantes películas, hizo posible llevar a cabo su restauración.

Hollywood en Marruecos

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Entre callejones angostos, antiguas tabernas, escuelas del Corán y mansiones del antiguo “barrio alto”, el visitante es testigo de los escenarios de películas como La Momia o Alejandro Magno. Incluso es altamente probable presenciar algún rodaje.

Actualmente nueve familias viven en esta ciudad amurallada y por unos dos mil pesos chilenos, abrirán las puertas de sus casas. Eso sí, apuntarle a la más llamativa es cosa de suerte.

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A 40 minutos en auto en dirección a la entrada del Sahara, se encuentra la Kasbah de Taourirt, construida en el siglo XVIII, pero refaccionada a comienzos del siglo XX para transformarse en la residencia del pacha (gobernador) de Ouarzazate, Thami El Glaoui, también conocido como “el señor del Atlas”. El Glaoui logró su ascenso por herencia y tras derrotar a dos sultanes y al sumarse a los intereses del colonialismo francés, dominó a placer el sur del Atlas marroquí junto a sus 600.000 súbditos.

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Recordado como tirano, mujeriego y autoritario, el pacha habitó este lugar hasta su muerte en 1956, año en que algunas de las habitaciones fueron restauradas con mármol, mosaicos mayoritariamente verdes y azules, muros y cielos estucados y ventanas de celosía.

Si bien pasear por fuera del fuerte y sacarle una foto es gratis (¡sí, en Marruecos hay un lugar donde no se paga por todo!), la visita al interior del palacio cuesta mil pesos chilenos y si se requiere de la ayuda de un guía, conviene negociar antes de empezar para evitar sorpresas. Pero por cerca de dos mil pesos harán un recomendable recorrido.

Cruzando la calle se encuentra el lugar donde la rica historia marroquí se proyecta en la pantalla grande. Atlas Corporation Studios es el estudio de cine más extenso del mundo y prácticamente toda la población de Ouarzazate trabaja en él como extra, operador o simplemente empleado. Todos ellos, testigos de producciones como “Babel”, “Lawrence de Arabia”, “El príncipe de Persia” y “Star Wars” de 1977.

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Sin embargo, es fuera del estudio donde se han rodado las escenas más emblemáticas de dichas películas. Es por esto que a este trayecto, comúnmente denominado la ruta de las kasbahs, también se le conoce como Ouallywood, que luego asciende por el Alto Atlas (el punto más alto de la subcordillera) hasta llegar al valle del Dades.

El camino recorre curvas sinuosas que sortean erosiones rocosas, formaciones continentales rojizas y pueblos escondidos bajo la intensa vegetación de los oasis.

La vida en medio de un oasis

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Tinghir es una pequeña localidad de 36 mil habitantes, emplazada en un oasis de 35 kilómetros de extensión, poblada por casas de adobe y campos de cultivo trabajados por los miembros de la familia. Algunas mujeres trabajan más de diez horas diarias en el tejido de alfombras que sus maridos comercializan (las pequeñas de 2 x 1,5 cuestan 38 mil pesos chilenos aproximadamente). Si no venden, son guías turísticos. Por pocos dírham (divisa local) recorren el pueblo y muestran sus costumbres.

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Al salir de Tinghir el camino se interna entre grandes cañones, se despide de los palmerales y avanza bajo murallones de roca de hasta 160 metros de altura hasta llegar a las Gargantas del Río Todra, la última atracción antes de llegar al Sahara.

Aquí los aldeanos dejan sus labores y pasan largas jornadas capeando el sol en el río. Familias completas disfrutan de picnics y asados en parrillas improvisadas con piedras. Los más chicos juegan en el agua, los jóvenes escuchan música o cantan al son de una guitarra y los mayores acomodan las alfombras para dormir una larga siesta. Sobre sus cabezas, locales y extranjeros aprovechan el escenario perfecto para practicar escalada.

El Sahara

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El trayecto final desde el Atlas hasta el desierto cambia gradualmente. Tras las rutas de rocas y montañas, entre valles de palmeras y cañones, la arena anaranjada de sus dunas se impone, borrando del paisaje cualquier otro color o forma.

El sol comienza su descenso y el calor, baja en intensidad. A 188 kilómetros de las Gargantas de Todra y a solo 20 de la frontera con Argelia, se encuentra Merzouga, el último pueblo antes de entrar al Sahara, que pronunciado por los bereberes suena Sájara.

Este pueblo de cerca de 1.500 habitantes vive del turismo en el desierto. Cada día miles de visitantes lo recorren en 4×4, a pie si es que quieren ver el atardecer desde las dunas o en camellos arábigos (dromedarios) que esperan en los establos, a la entrada del desierto.

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En verano el viaje se hace por las tardes para evitar las altas temperaturas. Los camellos avanzan a paso lento, pero firme, durante 3 horas hasta perder cualquier rastro de civilización y divisar a la distancia los primeros oasis con jaimas, que consisten en grupos de carpas para dormir, hechas de alfombras y telas, cocidas entre sí con pelos de camello y cabra.

El colorido campamento se levanta dejando un espacio común en el centro, desde donde sube el vapor de los platos de greda y cerámica servidos para los turistas. El menú no cambia: tajine de carne y huevo con arroz y cous cous con verduras y tfaya, un salteado de cebolla caramelizada y pollo. Todo va acompañado de tomates con pepino y humus con el tradicional pan árabe (similar al de pita) para untar.

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La cocina se cierra y la noche cae en pleno desierto del Sahara. La luna llena y el mar de estrellas permiten verlo todo. Un té de menta muy dulce sirve de bajativo después del festín. El espacio que antes sirvió de comedor es reemplazado por un escenario natural, ocupado por tres músicos bereberes que comienzan su función al ritmo del tambor. Los visitantes se recuestan sobre la arena fina, escuchan la música y descansan. Después de todo, ha sido un viaje largo y de películas hacia las estrellas.

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